Eran las 7:50 de la mañana y ya hacía calor. Humedad sabor a infierno. La temperatura quemaba tu piel, incluso bajo la sombra. El clima no era benevolente ni siquiera porque estabas recién bañado. En las afueras de un hotel del cual no recuerdo el nombre, nos juntábamos una tercia coches en caravana para salir con dirección a zonas aledañas a la mítica Ciudad Obregón. Después de tres horas de viaje en carretera: la primera parada. Un pueblo con una similitud que bien pudiera ser cualquier comunidad cercana a la sierra de La Laguna en Sudcalifornia. El pueblo se caracterizaba por calles de tierra y casas modestas de un piso, todas y todos los habitantes en la banqueta o en la sombra: conviviendo, cotorreando, observando detenidamente a quienes ingresamos a la comunidad. La diferencia entre el lugar a donde llegamos y cualquier pueblo aledaño a la Sierra de la Laguna recae en dos cosas importantes: viviendas hechas con adobe y carrizo, y habitantes con un imponente, orgulloso y marcado rasgo étnico. Estábamos en territorio Yaqui. Potam, para ser preciso.
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